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Si me preguntaran qué es lo que más me admira de este mundo, diré que una ciudad iluminada, de lejos. Esta admiración no es pura, no es feliz, está llena de terror. Me anonada el poder del hombre, su loca voluntad de ser y de permanencia. Pues la ciudad es como un campo de honor donde el hombre se cita con el destino. Allí afirma su amor a este mundo, su fuerza, su poder de dominio, su horror al aniquilamiento. Allí testimonia su ser efímero que se niega a morir; se arraiga desesperadamente a la tierra, se anuda con lazos de amor y de terror a la eternidad. 

Advertencia 
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El ser y la errancia (IX) 
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Los revolucionarios de week-end 
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El poeta es el fogonero de la vida 
Revolución sin redención 
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Petaca y patíbulo 
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